Cierro los ojos. No es sino hasta que estoy bien dormido que logro llegar a Aranfundaba. Me lo recomendaron hace algunos años y no hay noche que no desee ir. Sin embargo, no siempre puedo. Hay días que estoy terriblemente cansado y mi bus pasa de largo, dándome cuenta al rato que no estoy ahí sino de vuelta en mi habitación.
Soy oficinista. Vivo en un pequeño departamento de una gran metrópolis. Tomo el subterraneo todos los días muy temprano para ir a trabajar. La ciudad recién se despierta y yo ya estoy en la oficina, instalado en el mínisculo cubículo en el que pasaré el resto del día. El viaje no dura mucho y se acorta aún más porque siempre cierro mis ojos y me concentro en la música que escucho en mi reproductor de mp3. Solo siento que el vagón se llena más y más de gente. Algunos me pisan, pero mi concentración es impasible.
Vivo solo. Tal vez eso me permite viajar a Arafundaba con tanta libertad. Hace años que no veo a mi familia y cada vez me hallo más acorralado en mi hogar sin ganas de salir. No es por miedo, es sólo que me siento más a gusto estando acompañado por mis discos de jazz y mis libros.
No sé cocinar y casi a diario pido comida china en el mismo lugar. Trámite sencillo: llamar por teléfono, pedir mi chaw fan y a la media hora llega el pedido.
- “Aquí tiene, son $30. Por favor, colabore con el cambio”, es la frase que siempre escucho del muchacho que me trae la comida. Desconozco la razón de tanto formalismo, dado que siempre es la misma persona la que me trae el pedido, más aún siendo que el local queda a 20 metros de donde vivo. De cualquier forma, pago justo, dejó una generosa propina, y me dirijo al ascensor. Arriba me espera el gran ritual.
Como apaciblemente y en silencio. El televisor hace bastante tiempo que no es encendido y, de hecho, creo que debe estar descompuesto. Finalizada la cena, me dispongo a darme un baño. El último paso del ritual es prender mi reproductor musical y escuchar algún disco de John Coltrane. Será el turno de Blue Train, excelente disco.
Ya está todo listo. Mi ritual preparativo para viajar a Arafundaba ya ha concluido.
Hay paisajes verdes y rocas imponentes por todos lados. Me hallo en paz. La energía de la tierra me acoge y me protege. Atravieso el monte de La Contemplación en un surco por el que fluye la carretera. Al lado corre el Río Musgo y lo observo por la ventana, tan frío y, a la vez, tan hermoso. Su cauce es poderoso e hipnótico. Su color verde hace perder a uno la línea de pensamiento, sin poder concentrase en nada más que en él.
Por fin llego a
Los miembros de cada raza me han enseñado muchas cosas. De los Ris´bufcks aprendí la templanza; de los escolates el amor incondicional; y las mantas reales me enseñaron su cultura, ya que estoy pensando en vivir con ellos un tiempo. De hecho, frecuento a una manta real B, con la cuál me pondré de novio. Este increíble fenómeno interracial solo es posible desde que las mantas reales son una raza de dos sexos. Los escolates se dividen en 5 tipos de sexo (lo que hace imposible todo tipo de acercamiento con fines sexuales, ya que no poseen un tipo equivalente a la mujer humana) y los Ris´bufcks son asexuados y se autoreproducen.
Después de pasear un largo rato, camino por el gran monte de
El día de hoy fue muy estresante. Vuelvo a mi hogar en un subterráneo infestado de gente, padeciendo un interminable viaje. Cada vez odio más esta realidad y deseo ir a Arafundaba con mayor frecuencia. Día tras día me acuesto más temprano para ir a mi mágico lugar y poder pasar más tiempo allí. Extraño sus paisajes, la idiosincrasia de sus habitantes y la armonía que mi alma siente en todo ese mundo. El acogedor amor de ese mundo, escondido para todo el resto de los seres humanos, es un sentimiento adictivo por el que sufre cada músculo de mi cuerpo los días que no voy.
Decidí vivir en forma permanente en Arafundaba. Preparé mis cosas (en realidad, verifiqué que la llave de gas estuviera cerrada, al igual que la puerta), llamé a mi jefe para renunciar a mi empleo y efectué por última vez el ritual previo al viaje. Ordené mi cuarto, guardé la ropa y lavé los platos. Esta vez decidí escuchar A Love Supreme y fascinarme con sus interminables solos de contrabajo y saxo.
Ya todo estaba listo. Saludé por última vez al mundo y me dispuse a viajar a Arafundaba de forma permanente. El líquido de mi último y fatal trago de bebida baja por mi esófago. Es el último elemento del ritual para residir definitivamente en mi mundo amado. Mis ojos se cierran y lo último que llego a ver de este mundo es la caja de cianuro apoyada en mi mesa de noche. Ya pierdo la noción, y empiezo mi último viaje. Mi bus llega a Arafundaba y me reciben con alegría e innumerables voces cantan armónicamente melodías que jamás he escuchado. Las nubes pasan dejando ver un cielo soleado. Será otro día hermoso en Arafundaba.
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Los árboles poseen una dura corteza. Tal vez por eso resisten mejor los golpes del destino. Sin embargo, tengamos presente esto: los árboles más duros sobreviven; en cambio los débiles son propensos a caer por una mera tormenta
(Nota mental: recordar a los árboles y su sabiduría)
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No fue sino hasta que me encontré con el Castor Jefe que comprendí mucho sobre la vida. El Castor Jefe me enseñó el modo de vida de su pueblo y los grandes rascacielos que lograron construir. Vencieron a sus depredadores naturales y se reprodujeron hasta constituir una verdadera plaga que todo lo destruye y todo lo contamina.
Por algún motivo, siento que es una historia que ya he escuchado antes.
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Y las piedras bailaban un ritmo armónico y pegadizo. Los animales se conglomeraban alrededor y veían el show. Los árboles dejaban caer sus hojas, lenta y sincronizadamente.
Y todo era un espectáculo hermoso. En la oscuridad de la noche, solo iluminada por unos graciosos bichos de luz, El Baile de las Piedras tuvo lugar. Fue memorable por generaciones. Los lobos aullaban una preciosa melodía y los monos se sumaban al esplendoroso baile. Las panteras coreaban la melodía y los grandes animales de la selva, como los elefantes, leones e hipopótamos solo observaban y disfrutaban de la fiesta. Las aves abandonaban su reposo nocturno y volaban alrededor, entremezclandose con las piedras danzantes.
Y todo terminó al día siguiente. Los animales volvieron a su rutina, los árboles dejaron de arrojar hojas al viento. Las aves emigraron como todos los años. Elefantes y cebras volvieron a su comportamiento normal, y los leones y las panteras se dispusieron a cazar nuevamente. Se había acabado la tregua en la selva y todo retornó a la normalidad.
Y las piedras dejaron de bailar. Sin embargo, un pequeño grupo no deseaba dejar de bailar y al observar el regreso de la triste normalidad, decidieron partir hacia algún lugar en el que pudieran bailar por siempre. Dicen que fueron vistas en un lugar llamado Arafundaba.
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