lunes, 2 de marzo de 2009

En la pradera (o Desilusión)

El aire le daba en la cara suavemente, como una caricia maternal. Respiraba profundamente como si el oxígeno se fuera a acabar, o como si nunca más tuviese la posibilidad de hacerlo. Iba caminando por una pradera casi vacía de árboles, pero densamente poblada de un pasto de color muy verde y que se sentía suave en los tobillos. Miraba el cielo y estaba completamente diáfano, con pocas nubes. El sol le iluminaba la cara y dejaba ver sus ojos llorosos con claridad. Dejaba ver su mirada de resignación.
Tras andar un buen trecho sin ningún rumbo, decidió arrojarse al suelo y quedarse tendido para siempre, solo observando las nubes pasar en el cielo azul. Y sus ojos llorosos, con su mirada perdida, ya no tendrían otra ocupación.


La noche lo tomó por sorpresa. Se había quedado dormido. El cielo continuaba despejado, pero ahora estaba repleto de hermosas y brillantes estrellas que, junto con una luna llena de un tamaño descomunal, iluminaban toda la pradera. Pensaba que se encontraba completamente solo en esa parte del mundo ya que había viajado mucho y atravesado largos caminos desiertos para conseguirlo. Sin embargo, vio a lo lejos una figura acercándose que caminaba con un paso lento y suave. Verlo le transmitía una especie de paz. Aún con lágrimas en sus ojos sintió una corriente de felicidad que lo abordaba. La figura se hacía más grande y ya podía distinguir algo de aquella persona que iba caminando hacia él. Era un individuo ya entrado en edad, que vestía ropas harapientas. Parecía que tenía una barba blanca y usaba un bastón de madera muy rústico.
En un instante que duró una eternidad, el viejo por fin había llegado al lado suyo. Ahora lo podía observar bien: tenía un rostro lleno de arrugas con una mirada que denotaba la experiencia y el sufrimiento, pero también podía observar la superación de ese sufrimiento en sus gestos. Poseía una larga barba extremadamente blanca; tan blanca que desentonaba con el aspecto de vagabundo que guardaba su figura.
Sin decir una palabra se le sentó enfrente. Se miraron a los ojos. El viejo no decía nada y él, aún estando sorprendido por tan extraño encuentro, sentía paz y no quería destruir la armonía del silencio que lo rondaba. Lo consideraba un encuentro mágico.
Luego de un rato, el viejo empezó a hablar:

- La vida está formada por ilusiones y sueños. También está la realidad, por supuesto. Pero la realidad no nace de la nada sino de lo que los humanos sueñan y desean. En el momento en que no hayan más sueños, la realidad morirá junto con la especie humana. Una de las cosas que nos hace tan especiales entre los animales es nuestra capacidad de crear. Y la creación es el mecanismo por el que los sueños se transforman en realidad.

Habiendo captado la total atención de su oyente, el viejo prosiguió:

- Entonces, mi querido amigo, no dejes que la desilusión se apodere de vos. La pérdida de toda ilusión, así como en el mundo acabaría con la realidad, en una persona acabaría con su vida. Por eso te encontrás caminando acá. No importan cuáles sean tus problemas, yo vine para intentar revivir tus ilusiones.

La charla prosiguió hasta llegado el amanecer. El anciano le habló de lo mucho que valía la vida y de que no cesara en sus expectativas. Le recomendó que partiese de ese lugar de inmediato.
Cuando ya hubo dicho todo, el viejo se levantó. Lo miró a los ojos un rato -como quién mira a un hijo que parte a realizar un largo viaje- para después inclinarse y darle un fuerte abrazo. Solo se escuchó que le dijo un comentario al oido. Y se fue caminando, lentamente, por donde había llegado.


Tal mágico encuentro había tenido efectos en su mente y en su alma. Pero aún no sabía que decisión tomar. El joven de los ojos llorosos se dirigió hacia el límite de la pradera. Hacia adelante solo había un precipicio que terminaba en el río, aproximadamente unos 200 metros abajo. Hacia atrás, le restaba volver a sus ilusiones.
El cielo estaba despejado aquél día también. El pasto suave de color verde, el viento fresco y tierno del amanecer y la soledad de aquél lugar en la pradera invitaban a tomar la más irrazonable de las decisiones.


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